(
comedura de tarro semanal)
Yo habito en Castilla. En la llanura, en la meseta, en el estial, en la estepa.
Habito en Castilla, pero también siento en Castilla, VIVO en Castilla.
Una vida tranquila, sin grandes sobresaltos, todo bien, relativamente feliz, calma chica, la calma de una tarde de domingo paseando al solete de otoño… tan solo una gran inquietud, de vez en cuando, la de sentir que la vida se pasa, se esfuma, se me va de las manos.
¿Veinte años no son nada? ¡Veinte años se pasan como nada!
Por cierto, ayer en el previo de un programita de televisión (cine de barrio, ¡ya me vale!), conmemoraban el aniversario del Oscar a “Volver a empezar” de Garci… ¡¡¡25 AÑOSSSSSSS!!!
En esta situación en la que me acostumbro al paisaje vital monótono de Castilla, me gusta conocer, saber, saborear (y gracias a Dios, no experimentar) de las vidas en el borde… Saber que no todo es llanura, que la vista al horizonte infinito es engaño, que hay límites, que hay precipicios, acantilados.
Me gusta acercarme a los estos miradores despojado en lo posible de moralina propia y adquirida, pero lejos también del nihilismo del “allá cada cual con su vida”, intentándo sentirme en el pellejo ajeno.
Dos noticias leídas en estos días me han acercado a esos lugares vitales donde se ven los límites. Me gusta saber de este tipo de noticias, no creo que por ninguna neurona morbosa escondida, sino porque me acercan, ya digo, a la verdadera realidad. Me hacen visibles, me recuerdan los límites de la existencia.
Una de esas noticias ha sido bien difundida: la muerte, el pasado mes de marzo, de Chantal Sébire, maestra francesa de 52 años, que se suicido (o la “ayudaron a suicidarse”, no entro ahora en ello) tras haber pedido en Francia, y habérsele denegado, el derecho a la eutanasia. Sufría un extraño caso de cáncer de nariz (unos 200 casos en todo el mundo) que le producía unos dolores insufribles (difícilmente paliados a base de morfina) y una deformación no menos insufrible del rostro.
Me encanta vivir, creo que a todos, a prácticamente todos nos encanta vivir. Qué puede hacernos desistir de este gusto supremo. Qué vivencias nos pueden hacer decir ¡basta! ¡no va más! Prefiero la nada a tener que soportar esto.
El dolor. El dolor hasta límites insospechados. El dolor no pasajero. Saberlo ya siempre contigo… El dolor tan intenso que te haga decir basta, ya no va más.
En la otra cara de la moneda cuánta gente lo admite como indeseable compañero de viaje, pero no por ello desistir y apearse del tren.
La imagen de uno mismo. La propia imagen sentida. Y la imagen sentida por los otros. El sentir como otros me sienten. Detalles, perfecciones, operaciones de belleza, maquillajes, máculas, deformaciones, deformidades grotescas, sentirse uno bien ante el espejo, sentirse bien ante la mirada del otro, autoestima, la estima ajena… Para los otros, lo primero que somos, es lo que nos ven.
En la otra cara de la moneda, como extremo, recuerdo ahora la película del hombre elefante (por cierto a ver si la reveo, maravillosa).
El derecho de uno mismo sobre la propia vida. Qué menos tenemos en nuestras manos, una vez despojado de todos, que el derecho a nuestra muerte, a decir adiós. Y que misericordia más mínima que ayudar al otro a ese adiós con la mayor de las dignidades.
Y sin embargo, que falso es decir que la vida es de uno mismo. Yo sólo conozco el caso de dos amigos / conocidos que se suicidaron. Y no es cierto que la vida sea de uno mismo (sólo). El “yo soy yo y mis circunstancias” de Ortega. Somos ante todo relaciones. Nos hacemos mientras nuestras nuestras relaciones crecen. Nuestra muerte no es sólo nuestra muerte, es también la de las relaciones establecidas y dejan una huella indeleble en los nuestros. Los dos suicidas que conozco se llevaron con ellos algo más que sus vidas, entre otras cosas se llevaron la alegría de sus familiares y dejaron la ruina de los mismos.
El otro texto impresionante de estos días es un reportaje aparecido en El País Semanal del 6 de abril: “Contra la pena de muerte”.
Se trataba de un reportaje sobre tres personas: el estadounidense Ray Krone, el japonés Sakae Menda y el ugandés Mpagi Edward.
En común tienen que fueron encarcelados por sendos delitos que no cometieron y que pasaron respectivamente 3, 31 y 18 años en el corredor de la muerte a espera de su ejecución y que tuvieron “la suerte” de que su revisión de caso y reconocimiento del equivoco judicial llegaron a tiempo.
Por ejemplo dice de Sakae Menda: “cada mañana de sus 11315 días de cautiverio en la prisión de Fukuoka, en la isla de Kyushu (Japón), pudo ser la última. El miedo llegaba a las 8.30. Si los guardias te dejaban salir al recreo, contabas con un día más de vida”
No es el caso de la inocencia, del gravísimo golpe de mala suerte, que te puede hacer cambiar y arruinar la vida de una forma tan radical… lo que me inquieta es esa incertidumbre llena de certidumbre de esperar la muerte de madrugada… esa prórroga mínima de “hasta la mañana siguiente” que no sé si te da fuerzas para vivir o te las quita.
En definitiva, no hay gran diferencia la experiencia de Sakae Menda y la de que debemos tener todos… “la pena de muerte” es lo único seguro que tenemos, si es hoy, mañana, dentro de 11315 días o dentro de cien años no sé si nos debe angustiar, serenar o alegrar… pero sin duda esa conciencia de que no todo es llanura, no todo meseta, que en los límites hay precipicio es una hermosa forma de vivir conscientemente esta vidilla de cada día y de disfrutarla.
Sinceramente vuestra. SELENIA